jueves, 23 de junio de 2011

La multitud, de Ray Bradbury



          
         El señor Spallner se llevó las manos a la cara.
      Hubo una impresión de movimiento en el aire, un grito delicadamente torturado, el impacto y el vuelco del automóvil, contra una pared, a través de una pared, hacia arriba y hacia abajo como un juguete, y el señor Spallner fue arrojado afuera. Luego . . . silencio.
       La multitud llegó corriendo. Débilmente, tendido en la calle, el señor Spallner los oyó correr. Hubiera podido decir que edad tenían y de que tamaño eran todos ellos, oyendo aquellos pies numerosos que pisaban la hierba de verano y luego las aceras cuadriculadas y el pavimento de la calle, trastabillando entre los ladrillos desparramados donde el auto colgaba a medias apuntando al cielo de la noche, con las ruedas hacia arriba girando aún en un insensato movimiento centrífugo.
        No sabía en cambio de dónde salía aquella multitud. Miró y las caras de la multitud se agruparon sobre él, colgando allá arriba como las hojas anchas y brillantes de unos árboles inclinados. Era un anillo apretado, móvil, cambiante de rostros que miraban hacia abajo, leyéndole en la cara el tiempo de vida o muerte, transformándole la cara en un reloj de luna, donde la luz de la luna arrojaba la sombra de la nariz sobre la mejilla, señalando el tiempo de respirar o de no respirar ya nunca más.
        Qué rápidamente se reúne una multitud, como un iris que se cierra de pronto en el ojo, pensó Spallner.
        Una sirena. La voz de un policía. Un movimiento. De la boca del señor Spallner cayeron unas gotas de sangre;  lo metieron en  una ambulancia. Alguien dijo — ¿Esta muerto? — Y algún otro dijo: —No, no está muerto.
        Y el señor Spallner vio más allá en la noche, los rostros de la multitud y supo mirando esos rostros que no iba a morir. Y esto era raro. Vio la cara de un hombre, delgada, brillante, pálida; el hombre tragó saliva y se mordió los labios. Había una mujer menuda también, de cabello rojo y de mejillas y labios muy pintarrajeados. Y un niño de cara pecosa. Caras de otros. Un anciano de boca arrugada; una vieja con una verruga en el mentón. Todos habían venido... ¿de dónde? Casas, coches, callejones, del mundo inmediato sacudido por el accidente. De las calles laterales y los hoteles y de los autos, y aparentemente de la nada.
        La gente miró al señor Spallner y él miró y no le gustaron. Había algo allí que no estaba bien, de ningún modo. No alcanzaba a entenderlo. Esa gente era mucho peor que el accidente mecánico.
        Las puertas de la ambulancia se cerraron de golpe. El señor Spallner podía ver los rostros de la gente, que espiaba y espiaba por las ventanillas. Esa multitud que llegaba siempre tan pronto, con una rapidez inexplicable, a formar un círculo, a fisgonear, a sondear, a clavar estúpidamente los ojos, a preguntar, a señalar, a perturbar, a estropear la intimidad de un hombre en agonía con una curiosidad desenfadada.
            La ambulancia partió. El señor Spallner se dejó caer en la camilla y las caras le miraban todavía la cara, aunque tuviera cerrados los ojos.
          Las ruedas del coche le giraron en la mente días y días. Una rueda, cuatro ruedas, que giraban y giraban chirriando, dando vueltas y vueltas. El señor Spallner sabía que algo no estaba bien. Algo acerca de las ruedas y el accidente mismo y el ruido de los pies y la curiosidad. Los rostros de la multitud se confundían y giraban en la rotación alocada de las ruedas.
            Se despertó.
           La luz del sol, un cuarto de hospital, una mano que le tomaba el pulso.
           —¿Cómo se siente? —le preguntó el médico.
           Las ruedas se desvanecieron. El señor Spallner miró alrededor.
           —Bien, creo.

           Trató de encontrar las palabras adecuadas. Acerca del accidente.
           —¿Doctor?
           —¿Si?
           —Esa multitud. . . ¿Ocurrió anoche?
         —Hace dos noches. Está usted aquí desde el jueves. Todo marcha bien, sin embargo. Ha reaccionado usted. No trate de levantarse.
       —Esa multitud. Algo pasó también con las ruedas. Los accidentes. . . bueno, ¿traen desvaríos?
           —A veces.
           El señor Spallner se quedó mirando al doctor.
           —¿Le alteran a uno el sentido del tiempo?
           —Sí, el pánico trae a veces esos efectos.
           —¿Hace que un minuto parezca una hora, o que quizá  una hora parezca un minuto?
           —Sí.
           —Permitame explicarle entonces. —El señor Spallner sintió la cama debajo del cuerpo, la luz del sol en la cara. — Pensará  usted que estoy loco. Yo iba demasiado rápido, lo sé. Lo lamento ahora. Salté a la acera y choqué contra la pared. Me hice daño y estaba aturdido, lo sé, pero todavía recuerdo. La multitud sobre todo. —Esperó un momento y luego decidió seguir, pues entendió de pronto por qué se sentía preocupado. —  La multitud llegó demasiado rápidamente. Treinta segundos después del choque estaban todos junto a mí, mirándome. . . No es posible que lleguen tan pronto, y a esas horas de la noche.
         —Le pareció a usted que eran treinta segundos —dijo el doctor—. Quizá  pasaron tres o cuatro minutos. Los sentidos de usted . . .
       —Sí, ya sé, mis sentidos, el choque. ¡Pero yo estaba consciente! Recuerdo algo que lo aclara todo y lo hace divertido. Dios, condenadamente divertido. Las ruedas del coche  allá arriba. ¡Cuando llegó la multitud las ruedas todavía giraban!
           El médico sonrió.
           El hombre de la cama prosiguió diciendo:
        —¡Estoy seguro! Las ruedas giraban giraban rápidamente. Las ruedas delanteras. Las ruedas no giran mucho tiempo, la fricción las para. ¡Y éstas giraban de veras!
          —Se confunde usted.
          —Efectos del shock —dijo el médico alejándose hacia la luz del sol.

        El señor Spallner salió del hospital dos semanas más tarde. Volvió a su casa en un taxi. Habían venido a visitarlo en esas dos semanas que había pasado en cama, boca arriba, y les había contado a todos la historia del accidente y de las ruedas que giraban y la multitud. Todos se habían reído, olvidando en seguida el asunto.
          Se inclinó hacia adelante y golpeó la ventanilla.
          —¿Qué pasa?
          El conductor volvió la cabeza.
      —Lo siento, jefe. Es una ciudad del demonio para el tránsito. Hubo un accidente ahí enfrente. ¿Quiere que demos un rodeo?
         —Sí. No. ¡No! Espere. Siga. Echemos una ojeada.
         El taxi siguió su marcha, tocando la bocina.
       —Maldita cosa —dijo el conductor—. ¡Eh, usted! ¡Sálgase del camino! —Sereno:— Qué raro. . . más de esa condenada gente. Gente alborotadora.
         El señor Spaliner bajó los ojos y se miró los dedos que le temblaban en la rodilla.
         —¿Usted también lo notó?
     —Claro —dijo el conductor—. Todas las veces. Siempre hay una multitud. Como si el muerto fuera la propia rnadre.
        —Llegan al sitio con una rapidez espantosa —dijo el hombre del asiento de atrás.
      —Lo mismo pasa con los incendios o las explosiones. No hay nadie cerca. Bum, y un montón de gente alrededor. No entiendo.
         —¿Vio alguna vez algún accidente de noche?
         El conductor asintió.
         —Claro. No hay diferencia. Siempre se junta una multitud.
        Llegaron al sitio. Un cadáver yacía en la calle. Era evidentemente un cadáver, aunque no se lo viera. Ahí estaba la multitud. Las gentes que le daban la espalda,mientras él miraba el taxi. Le daban la espalda. El señor Spallner abrió la ventanilla y casi se puso a gritar. Pero no se animó. Si gritaba podían darse vuelta. Y el señor Spallner tenía miedo de verles las caras.

        —Parece como si yo tuviera un imán para los accidentes —dijo luego, en la oficina. Caía la tarde. El amigo del señor Spallner estaba sentado del otro lado del escritorio, escuchando—. Salí del hospital esta mañana y casi en seguida tuvimos que dar un rodeo a causa de un choque.
         —Las cosas ocurren en ciclos —dijo Morgan.
         —Deja que te cuente lo de mi accidente.
         —Ya lo oí. Lo oí todo.
         —Pero fue raro, tienes que admitirlo.
         —Lo admito. Bueno, ¿tomamos una copa?
         Siguieron hablando durante una media hora o más. Mientras hablaban, todo el tiempo, un relojito seguía marchando en la nuca de Spallner, un relojito que nunca necesitaba cuerda. El recuerdo de unas pocas cosas. Ruedas y caras.
         Alrededor de las cinco y media hubo un duro ruido de metal en la calle. Morgan asintió con un movimiento de cabeza, se asomó a la ventana y miró hacia abajo.
           —¿Qué te dije? Cielos. Un camión y un Cadillac color crema. Sí, sí.
          Spallner fue hasta la ventana. Tenía mucho frío, y mientras estaba allí de pie se miró el reloj pulsera, la manecilla diminuta. Uno dos tres cuatro cinco segundos —gente que corría— ocho nueve diez once doce —gente que llegaba corriendo, de todas partes— quince dieciséis diecisiete dieciocho segundos —más gente, más coches, más bocinas ensordecedoras. Curiosamente distante, Spallner observaba la escena como una explosión en retroceso:  los fragmentos de la detonación eran succionados de vuelta al punto de impulsión. Diecinueve, veinte, veintiún segundos, y allí estaba la multitud. Spallner. los señaló con un ademán, mudo.
            La multitud se había reunido tan rápidamente.
            Alcanzó a ver el cuerpo de una mujer antes que la multitud lo devorase.
            —No tienes buena cara —dijo Morgan—. Toma. Termina tu copa.
           —Estoy bien, estoy bien. Déjame solo. Estoy bien. ¿Puedes ver a esa gente? ¿Puedes ver la cara de alguno?
           Me gustaría que los viéramos de más cerca.
           —¿A dónde diablos vas? —gritó Morgan.
      Spallner había salido de la oficina. Morgan corrió detrás, escaleras abajo, precipitadamente.
           —Vamos, y rápido.
           —Tranquilízate, ¡no estás bien todavía!
        Salieron a la calle. Spallner se abrió paso entre la gente. Le pareció ver a una mujer pelirroja con las mejillas y los labios muy pintarrajeados.
            —¡Ahí! —Se volvió rápidamente hacia Morgan.— ¿La viste?
            —¿A quién?
            —Maldición, desapareció. Se perdió entre la gente.
       La multitud ocupaba todo el sitio, respirando y mirando y arrastrando los pies y moviéndose y murmurando y cerrando el paso cuando el señor Spallner trataba de acercarse. Era evidente que la pelirroja lo había visto y había huido.
          Vio de pronto otra cara familiar. Un niño pecoso.  Pero hay tantos niños pecosos en el mundo. Y, de todos modos, no le sirvió de nada, pues antes que el señor Spallner llegara allí el niño pecoso corrió y desapareció entre la gente.
             —¿Está  muerta? —preguntó una voz—. ¿Está muerta?
            —Está muriéndose —replicó alguien—. Morir  antes que llegue la ambulancia. No tenían que haberla movido. No tenían que haberla movido.
        Todas las caras de la multitud, conocidas y sin embargo desconocidas, se inclinaban mirando hacia abajo, hacia abajo.
            —Eh, señor, no empuje.
            —¿A dónde pretende ir, compañero?
            Spallner retrocedió, y sintió que se caía. Morgan lo sostuvo.
          —Tonto rematado. Todavía estás enfermo. ¿Para qué diablos has tenido que venir aquí?
           —No sé, realmente no lo sé. La movieron, Morgan, alguien movió a la mujer. Nunca hay que mover a un accidentado en la calle. Los mata. Los mata.
           —Sí. La gente es así. Idiotas.
           Spallner ordenó los recortes de periódicos.
           Morgan los miró.
          —¿De qué se trata? Parece como si todos los accidentes de tránsito fueran ahora parte de tu vida. ¿Qué son estas cosas?
        —Recortes de noticias de choques de autos. y fotos. Míralas. No, no los coches —dijo Spallner—. La gente que está alrededor de los coches.  —Señaló.—  Mira.
          Compara esta foto de un accidente en el distrito de Wilshire con esta de Westwood. No hay ningún parecido. Pero toma ahora esta foto de Westwood y ponla junto a esta otra también del distrito de Westwood de hace diez años. —Mostró otra vez con el dedo.— Esta mujer está en las dos fotografías.
            —Una coincidencia. Ocurrió que la mujer estaba allí en 1936 y luego en 1946.
        —Coincidencia una vez, quizá. Pero doce veces en un período de diez años, en sitios separados por distancias de hasta cinco kilómetros, no. —El señor Spallner extendió sobre la mesa una docena de fotografías.— ¡Está en todas!
            —Quizá  es una perversa.
         —Es más que eso. ¿Cómo consigue estar ahí tan pronto luego de cada accidente? ¿Y cómo está vestida siempre del mismo modo en fotografías tomadas en un período de diez años?
            —Que me condenen si lo sé.
            —Y por último, ¿por qué estaba junto a mí la noche del accidente, hace dos semanas?

            Se sirvieron otra copa. Morgan fue hasta los archivos.
           —¿Qué has hecho? ¿Comprar un servicio de recortes de periódicos mientras estabas en el hospital? —Spallner asintió. Morgan tomó un sorbo. Estaba haciéndose tarde. En la calle, bajo la oficina, se encendían las luces.— ¿A qué lleva todo esto?
        —No lo sé —dijo Spallner; excepto que hay una ley universal para los accidentes. Se juntan multitudes. Siempre se juntan. Y como tú y como yo, todos se han preguntado año tras año cómo se juntan tan rápidamente, y por qué. Conozco la respuesta. Aquí está.
           —Dejó caer los recortes.— Me asusta.
           —Esa gente . . . ¿no podrían ser buscadores de sensaciones escalofriantes, ávidos perversos a quienes complace la sangre y la enfermedad?
           Spallner se encogió de hombros.
          —¿Explica  eso  que  se  los  encuentre  en  todos  los accidentes? Notas que se limitan a ciertos territorios.
         Un accidente en Brentwood atraer  a un grupo. Uno Huntington Park a otro. Pero hay una norma para las caras, un cierto porcentaje que aparece en todas las ocasiones.
           —No son siempre las mismas caras, ¿no es cierto? —dijo Morgan.
         —Claro que no. Los accidentes también atraen a gente normal, en el curso del tiempo. Pero he descubierto que estas son siempre las primeras.
          —¿Quienes son? ¿Qué quieren? Haces insinuaciones, pero no lo dices todo. Señor, debes de tener alguna idea. Te has asustado a ti mismo y ahora me tienes a mi en ascuas.
         —He tratado de acercarme a ellos, pero alguien me detiene y siempre llego demasiado tarde. Se meten entre la gente y desaparecen. Como si la multitud tratara de proteger a algunos de sus miembros. Me ven llegar.
           —Como si fueran una especie de asociación.
          —Algo tienen en común. Aparecen siempre juntos. En un incendio o en una explosión o en los avatares de una guerra, o en cualquier demostración pública de eso que llaman muerte. Buitres, hienas o santos. No sé que son, no lo sé de veras. Pero iré a la policía esta noche. Ya ha durado bastante. Uno de ellos movió el cuerpo de esa mujer esta tarde. No debían haberla tocado. Eso la mató.
         Spallner guardó los recortes en una valija de mano. Morgan se incorporó y se deslizó dentro del abrigo. Spallner cerró la valija.
            —O también podría ser. . . Se me acaba de ocurrir.
            —¿Qué?
            —Quizá querían que ella muriese.
            —¿Y por qué?
            —¿Quién sabe. ¿Me acompañas?
           —Lo siento. Es tarde. Te veré mañana. Que tengas suerte. —Salieron juntos.— Dale mis saludos a la policía. ¿Piensas que te creerán?
           —Oh, claro que me creerán. Buenas noches.
           Spallner iba con el coche hacia el centro de la ciudad, lentamente.
           —Quiero llegar —se dijo—, vivo.
        Cuando el camión salió de un  callejuela lateral directamente hacia él, sintió que se le encogía el corazón  pero de algún modo no se sorprendió demasiado.
           Se felicitaba a sí mismo (era realmente un buen observador)  y preparaba las frases que les diría a los policías cuando el camión golpeó el coche.  No era realmente su coche, y en el primer momento esto fue lo que más lo preocupó. Se sintió lanzado de aquí para allá  mientras pensaba, qué vergüenza, Morgan me ha prestado su otro coche unos días mientras me arreglan el mío y aquí estoy otra vez. El parabrisas le martilló la cara. Cayó hacia atrás y hacia adelante en breves sacudidas. Luego cesó todo movimiento y todo ruido y sólo sintió el dolor.
        Oyó los pies de la gente que corría y corría. Alargó la mano hacia el pestillo de la portezuela. La portezuela se abrió y Spallner cayó afuera, mareado, y se quedó allí tendido con la oreja en el asfalto, oyendo cómo llegaban. Eran como una vasta llovizna, de muchas gotas, pesadas y leves y medianas, que tocaban la tierra.
              Esperó unos pocos segundos y oyó cómo se acercaban y llegaban. Luego, débilmente, expectante, ladeó la cabeza y miró hacia arriba.
           Podía olerles los alientos, los olores mezclados de mucha gente que aspira y aspira el aire que otro hombre necesita para vivir. Se apretaban unos contra otros y aspiraban y aspiraban todo el aire de alrededor de la cara jadeante, hasta que Spallner trató de decirles que retrocedieran, que  estaban  haciéndolo  vivir  en  un vacío. Le sangraba la cabeza. Trató de moverse y notó que a su espina dorsal le había pasado algo malo. No se había dado cuenta en el choque, pero se había lastimado la columna. No se atrevió a moverse.
              No podía hablar. Abrió la boca y no salió nada, sólo un jadeo.
            —Denme una mano —dijo alguien—. Lo daremos vuelta y lo pondremos en una posición más cómoda.
              Spallner sintió que le estallaba el cerebro.
­              ¡No! ­¡No me muevan!
              —Lo moveremos —dijo la voz, como casualmente.
              —¡Idiotas, me matarán, no lo hagan!
              Pero Spallner no podía decir nada de esto en voz alta, sólo podía pensarlo.
             Unas manos le tomaron el cuerpo. Empezaron a levantarlo. Spallner gritó y sintió que una náusea lo ahogaba. Lo enderezaron en un paroxismo de agonía.
           Dos hombres. Uno de ellos era delgado, brillante, pálido, despierto, joven. El otro era muy viejo y tenía el labio superior arrugado.
               Spallner había visto esas caras antes.
               Una voz familiar dijo: —¿Está . . .  está muerto?
               Otra voz, una voz memorable, respondió:
               —No, no todavía, pero morirá antes que llegue la ambulancia.
             Toda la escena era muy tonta y disparatada. Como cualquier otro accidente. Spallner chilló histéricamente ante el muro estólido de caras. Estaban todos alrededor, jueces y jurados con rostros que había visto ya una vez.
               En medio del dolor, contó las caras.
            El niño pecoso. El viejo del labio arrugado. La mujer pelirroja, de mejillas pintarrajeadas. Una vieja con una verruga en la mejilla.
            Sé por qué están aquí, pensó Spallner. Están aquí como están en todos los accidentes. Para asegurarse de que vivan los que tienen que vivir y de que mueran los que tienen que morir. Por eso me levantaron. Sabían que eso me mataría. Sabían que seguiría vivo si me dejaban solo.
          Y así ha sido siempre desde el principio de los tiempos, cuando las multitudes se juntaron por vez primera. De ese modo el asesinato es mucho más fácil. La coartada es muy simple; no sabían que es peligroso mover a un herido. No querían hacerle daño.
         Los miró, allá arriba, y sintió la curiosidad que siente un hombre debajo del agua mientras mira a los que pasan por un puente. ¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen y cómo llegan aquí tan pronto? Ustedes son la multitud que se cruza siempre en el camino, gastando el buen aire tan necesario para los pulmones de un moribundo, ocupando el espacio que el hombre necesita para estar acostado, solo. Pisando a las gentes para que se mueran de veras, y no haya ninguna duda. Eso son ustedes, los conozco a todos.


             Era un monólogo cortés. La multitud no dijo nada. Caras. El viejo. La mujer pelirroja.
             —¿De quién es esto? —preguntaron:
             Alguien levantó la valija de mano.
­             ¡Es mía! ­Ahí están mis pruebas contra ustedes!
             Ojos, invertidos, encima. Ojos brillantes bajo cabellos cortos o bajo sombreros.

           En algún sitio: una sirena, llegaba la ambulancia. Pero mirando las caras, las facciones, el color, la formas de las caras, Spallner supo que era demasiado tarde.
             Lo leyó en aquellas caras. Ellos sabían. Trató de hablar. Le salieron unas sílabas:
            —Pa . . . parece que me unir‚ a ustedes . . . Creo . . .que ser‚ un miembro del grupo . . . de ustedes . . .
             Cerró luego los ojos, y esperó al empleado de la policía que vendría verificar la muerte.

sábado, 18 de junio de 2011

Los gallinazos sin plumas, de Julio Ramón Ribeyro


A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas. 
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
– ¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesa los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los esperaba con el café preparado.
–A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
– Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
– ¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
– ¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
– Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas.  Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medias. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
– ¡Bravo! – exclamó don Santos –. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero Don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
– Dentro de veinte o treinta días vendré por acá – decía el hombre –. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
– ¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
– Tiene una herida en el pie – explicó Enrique –. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
– ¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
– ¡Pero si le duele! – intervino Enrique –. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
– Y ¿a mí? – preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo –. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo... ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
– ¡No podía más! – dijo Enrique al abuelo –. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
– Bien, bien – dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto –. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!
Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
– Lo encontré en el muladar – explicó Enrique – y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
– ¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
– ¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
– ¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
– Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
– No come casi nada..., mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
– ¡Pascual, Pascual... Pascualito! – cantaba el abuelo,
– Tú te llamarás Pedro – dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
– Te he traído este regalo, mira – dijo mostrando al perro –. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe... Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.
            ¿Y el abuelo? – preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
– El abuelo no dice nada – suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
– ¡Pascual, Pascual... Pascualito!
Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
– ¡Mugre, nada más que mugre! – repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
– ¿Y tú también? – preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
– ¡Está muy mal engañarme de esta manera! – plañía –. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
– ¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá, comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.
¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
– ¡Si se muere de hambre – gritaba – será por culpa de ustedes!
Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba, arriba! – los golpes comenzaron a llover –. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!...
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
– ¡A Efraín no! ¡El no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
– Ahora mismo... al muladar... lleva los dos cubos, cuatro cubos...
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
– Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra.  Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
– ¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
– Pedro... Pedro...
– ¿Qué pasa?
– Pedro ha mordido al abuelo... el abuelo cogió la vara... después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
– ¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
– ¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
– ¡No! – gritó Enrique tapándose los ojos –. ¡No, no! – y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Éste la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo.  Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
– ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
– ¡Voltea! – gritó – ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
– ¡Toma! – chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo.  Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
¡ A mí, Enrique, a mí!...
– ¡Pronto! – exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano –¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
– ¿Adónde? – preguntó Efraín.
– ¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
– ¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.

martes, 7 de junio de 2011

La gallina degollada de Horacio Quiroga


     Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

       El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

        Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

          El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

           Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

        Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

            Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

       —¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

              El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

            —A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

              —¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?...

              —En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

          Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

             Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

           Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

        Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

          Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

           No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

         Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

      —Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

           Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

           —Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

           Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

           —De nuestros hijos, ¿me parece?

           —Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

           Esta vez Mazzini se expresó claramente:

            —¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

        —¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.

            —¿Qué, no faltaba más?

           —¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

           Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

           —¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

           —Como quieras; pero si quieres decir...

           —¡Berta!

           —¡Como quieras!

           Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

          Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

       Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

         No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

       Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

         De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

          —¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .

          —Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

          Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

          —Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla!

          —¡Qué! ¿Qué dijiste?...

          —¡Nada!

        —¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

          Mazzini se puso pálido.

       —¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

         —¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

         Mazzini explotó a su vez.

        —¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

     Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.

      Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

      El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

        —¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

      Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

       —¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

       Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

     Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron;, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

      De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

       Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

      Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

       —¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

     —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

      —Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

       Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

       —Me parece que te llama—le dijo a Berta.

    Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

      —¡Bertita!

      Nadie respondió.

      —¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

      Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

       —¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

       Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

       —¡No entres! ¡No entres!

       Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
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