sábado, 16 de julio de 2011

La garra del mono, de W. W. Jacobs



I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una garra de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una garra de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la garra de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la garra de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la garra de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la garra de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.


II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa garra de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por la bata del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La garra de mono -gritaba desatinadamente-, la garra de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la garra de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

viernes, 15 de julio de 2011

Historia del señor Jefries y Nassin El Egipcio, de Roberto Artl

 

 
No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin El Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.

Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada "La momia", que una noche vimos y comentamos con varios amigos.
Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de "La momia" podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.
Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger. Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble. La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin El Egipcio. Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja.
Nassin El Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos.
Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones. Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché "sentí" que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.
Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio.
Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio.
Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.
Era aquella una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos entre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:
— ¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente.
Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio. No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina "acción hipnótica". No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además. No me quedaba duda: Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la  noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.
Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio.
A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillantes y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales.
Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar. Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice: me señalaba una bola de vidrio.
La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto: "Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita."
Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio. ¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí? Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está; ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.
"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita." ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio? Tendría la prueba muy pronto.
Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo el domingo cristiano.
Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil parte de la muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una masas y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en mi oído: "Aquí."
Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio.
Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:
— ¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su noche, un muerto dentro de su ataúd?
Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido.
Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.
Era muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente el egipcio abrió las hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.
El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su cuña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires.
Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.
No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que "casualmente" yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.
No me quedó ninguna duda: El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché mano al bolsillo, extraje la pistola, coloque su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.
Sin esperar más salí. Nadie se cruzó en mi camino.
Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro: "Cerrada porque Nassin el egipcio está de viaje".

sábado, 9 de julio de 2011

En la carretera de Brigthon, de Richard Middleton



El sol había ascendido lentamente las escarpadas lomas blancas, hasta romper un poco el misterioso ritual del amanecer en un centelleante mundo de nieve. Había caído una fuerte helada durante la noche, y los pájaros, que saltaban aquí y allí con escasas expectativas de vida, no dejaban ninguna huella de su paso sobre el suelo plateado. En algunos lugares, las resguardadas aberturas en los setos rompían la monotonía de la blancura que cubría la tierra coloreada, y el cielo, arriba, variaba del anaranjado al azul oscuro, y de éste a un azul tan pálido que sugería una delgada lámina de papel más que el espacio limitado. A ras de los campos corría un viento frío y silencioso que hacía caer un fino polvo de nieve desde los árboles, pero que apenas movía los setos empenachados. Cuando sobrepasó el horizonte, el sol pareció ascender con mayor rapidez, y cuando se elevó más empezó a transmitir un calor que se mezclaba con el viento penetrante. Pudo haber sido la extraña alternancia de calor y frío lo que perturbó el sueño del vagabundo, porque luchó por un momento contra la nieve que le cubría, como quien se encuentra incómodamente retorcido entre las sábanas y se levanta con la mirada fija e interrogante.
-¡Dios mío! Creía que estaba en la cama -se dijo, mientras tomaba conciencia del paisaje vacío. Estiró los miembros y, levantándose cuidadosamente se sacudió la nieve del cuerpo. Mientras lo hacía, el viento le produjo escalofríos, y recordó el calor de su cama. «Vaya, me siento muy en forma», pensó. «Supongo que soy afortunado despertándome o desgraciado; pero no es cosa de volver atrás» -levantó la vista y vio las lomas brillando contra el azul, como los Alpes en una tarjeta postal-. «Esto significa otros sesenta y cuatro kilómetros más o menos, supongo. Dios sabe lo que hice ayer. Anduve hasta que caí rendido, y ahora me encuentro sólo a unos diecinueve kilómetros de Brighton. ¡Maldita nieve, maldito Brighton y maldito todo!»
El sol se elevaba cada vez más, y el hombre comenzó a caminar pacientemente por la carretera, con la espalda vuelta a las colinas.
-¿Estoy contento o triste de que fuera solamente un sueño? ¿Contento o triste?, ¿contento o triste? Sus pensamientos parecían acompasarse al ritmo firme de sus pasos, y apenas murmuraba una respuesta a su pregunta. Al poco tiempo, cuando habían quedado atrás tres mojones, dio alcance a un muchacho que estaba agachado encendiendo un cigarrillo. No llevaba abrigo, y parecía inexpresablemente frágil contra la nieve.
-¿Va a seguir por la carretera? -preguntó el muchacho con voz ronca.
-Creo que sí -dijo el vagabundo.
-Oh, entonces le acompañaré una parte del camino, si no anda demasiado deprisa. Se siente uno un poco solo caminando a estas horas del día. El vagabundo asintió con la cabeza y el muchacho comenzó a cojear a su lado.
-Tengo dieciocho años -dijo sin darle importancia-. Apuesto a que usted creía que era más joven.
-Yo diría que quince años.
-Ha vuelto a perder. Cumplí dieciocho en agosto, y llevo seis años en la carretera. Me escapé de casa cinco veces cuando era pequeño, y la policía me devolvió todas. Vale mucho la policía. Ahora no tengo casa de la que escaparme.
-Ni yo -dijo el vagabundo tranquilamente.
-Oh, ya sé lo que es usted -jadeó el muchacho-; usted es un caballero venido a menos. Es más duro para usted que para mí. El vagabundo miró a la renqueante, débil figura, y aminoró el paso.
-No llevo en la carretera tanto tiempo como tú -admitió.
-Lo noto por su manera de andar. Usted no se ha cansado aún. ¿Acaso espera algo al otro extremo? El vagabundo reflexionó un momento.
-No lo sé -dijo amargamente-. Siempre espero cosas.
-Ya dejará de hacerlo -comentó el muchacho-. Londres es más cálido, pero más duro. Allí no hay mucho realmente.
-Sin embargo, existe la oportunidad de que alguien le eche a uno una mano...
-La gente del campo es mejor -interrumpió el muchacho-. La noche pasada alquilé un establo por nada y dormí con las vacas, y esta mañana el granjero me hizo salir y me dio té y un bollo porque yo era pequeño. Desde luego me fue bien allí; pero en Londres, ya se sabe, sopa por la noche en la Beneficencia, y el resto del tiempo a ver pasar calderilla.
-Pues yo anduve la noche pasada por el borde de la carretera y dormí donde caí. Es maravilloso que no muriera -dijo el vagabundo.
El muchacho le miró intensamente.
-¿Cómo sabe usted que no murió? -dijo.
-No lo creo -respondió el vagabundo después de una pausa.
-Le diré algo -dijo el muchacho con voz ronca-: la gente como nosotros no puede escaparse de estas cosas aunque quiera. Siempre hambre y sed y cansancio, y no parar de andar. Pero si alguien me ofrece una bonita casa y trabajo, mi estómago se siente enfermo. ¿Parezco fuerte? Sé que soy pequeño para mi edad, pero he sido maltratado durante seis años, ¿y aún cree usted que no estoy muerto? Me ahogué bañándome en Margate, y me mató un gitano con una estaca; me aplastó la cabeza; y me quedé congelado dos veces, como usted la pasada noche, y un coche me hizo papilla en esta misma carretera, y sin embargo aquí me tiene caminando, caminando hacia Londres para marcharme de allí de nuevo, porque no lo puedo remediar. ¡Muerto! Le digo que no podemos escapar aunque queramos. El muchacho rompió en un ataque de tos, y el vagabundo se detuvo mientras aquél se recuperaba.
-Lo mejor sería que aceptaras mi chaqueta un rato, Tommy -diJo-. No me gusta tu tos.
-¡Váyase al infierno! -replicó el muchacho furiosamente, dando una chupada a su cigarrillo-; estoy muy bien. Le hablaba de la carretera. Usted no se ha enterado aún, pero lo descubrirá dentro de poco. Todos estamos muertos, todos los que seguimos en ella, y todos estamos cansados, pero de algún modo no podemos dejarla. Hay ricos olores en verano, polvo y heno, y el viento le azota a uno la cara en los días calurosos, y es agradable despertarse en la hierba húmeda en una hermosa mañana. No sé, no sé... -se tambaleó hacia delante repentinamente, y el vagabundo le cogió en sus brazos.
-Estoy enfermo -murmuró el muchacho-, enfermo. El vagabundo oteó la carretera arriba y abajo, pero no vio casas, ni ninguna señal de donde pudiera llegar ayuda. Sin embargo, mientras sujetaba vacilantemente al muchacho en mitad de la carretera, un coche brilló a media distancia y se acercó con suavidad a través de la nieve.
-¿Pasa algo? -preguntó el conductor tranquilamente, mientras se acercaba- Soy médico -miró al muchacho fijamente y escuchó su tensa respiración-. Pulmonía -comentó-. Le llevaré hasta el hospital, y a usted también, si quiere. El vagabundo pensó en el asilo de pobres y sacudió la cabeza.
-Prefiero andar -dijo. El muchacho pestañeó débilmente cuando le introdujeron en el coche y le dijo al vagabundo en un murmullo: -Le veré más allá de Reigate. Y el coche desapareció por la blanca carretera. Durante toda la mañana el vagabundo chapoteó a través de la nieve, pero al mediodía mendigó pan a la puerta de una casa de campo y se arrastró hasta un granero solitario para comérselo. Hacía calor allí, y después de comer se quedó dormido entre el heno. Cuando se despertó era ya de noche, y una vez más empezó a andar cansinamente por los fangosos caminos. Dos millas más allá de Reigate una figura, una frágil figura, brotó de la oscuridad y se dirigió hacia él.
-¿Va a seguir por la carretera? --dijo una voz ronca-. Entonces le acompañaré una parte del camino, si no anda demasiado deprisa. Se siente uno un poco solo caminando a estas horas del día.
-Pero, ¿la pulmonía? -exclamó el vagabundo, espantado.
-Morí en Crawley esta mañana -dijo el muchacho.

domingo, 3 de julio de 2011

No puedo evitar decir adiós, de Ann Mackenzie



         
Me llamo Karen Anders y tengo nueve años y soy pequeña y morena y corta de vista y vivo con Max y Libby y no tengo amigas.
Max es mi hermano y es veinte años mayor que yo y tiene los ojos juntos y aire preocupado. Nosotros los Anders fuimos siempre muy caseros y tiene asma también.
Libby siempre fue guapa pero ahora ha ganado peso y en su bikini nuevo parece una luchadora de lucha libre a mí me gustaría tener un bikini pero Lib no me lo comprará yo creo que no me daría tanto miedo el agua si tuviera un bikini amarillo que ponerme en la playa.
Una vez cuando yo tenía siete años mi padre y mi madre fueron de compras y no volvieron nunca a casa hubo un atraco en el banco como en la tele y Lib dijo que aquel loco les segó por la mitad.
Antes de que se fueran yo sabía que tenía que despedirles y yo dije claro y despacito adiós Mamá primero y luego adiós Papá pero nadie se fijó mucho viendo que sólo iban de compras pero después Max se acordó y le dijo a Libby por la forma en que esa nena dijo adiós se podría pensar que sabía lo que iba a pasar.
Libby dijo por amor de Dios sé razonable querido cómo iba ella a poder saberlo pero me imagino que ahora somos nosotros los responsables de ella ¿has pensado en eso?
Por su tono de voz no parecía precisamente complacida.
Bueno después que vine a vivir con Max y Libby yo supe que tenía que despedirme del hermano de Lib. Dick estaba jugando a las cartas con ellos en la salita y cuando Lib gritó Karen vete a la cama me acerqué a él y me planté toda tiesa con las manos caídas y los dedos entrelazados como la señorita Jones nos manda en la escuela cuando tenemos coro.
Yo dije muy despacio y claro bueno adiós Dick y Libby me echó una especie de mirada rara.
Dick no levantó la mirada de sus cartas y dijo buenas noches nena.
             La noche siguiente antes de que ninguno de nosotros volviera a verle estaba muerto de una enfermedad llamada peritonitis te revienta en el estómago y te lo llena de agujeros.
Lib dijo Max oíste como le dijo adiós a Dick y Max empezó a jadear y a dar boqueadas y dijo que ya te lo dije verdad que había algo raro lo que me pone enfermo de miedo es de quien se va a despedir la próxima vez ya me gustaría saberlo y Lib dijo vamos querido vamos procura tranquilizarte.
Yo salí de detrás de la puerta donde estaba escuchando y dije no te preocupes Max estarás perfectamente.
Tenía la cara toda llena de ronchas y la boca azul y con un susurro rasposo dijo cómo lo sabes.
Qué pregunta más tonta como si fuera a decírselo aunque lo supiera.
Libby se inclinó hacia mí y pegó su cara a la mía y su aliento olía a cigarrillos y a licor y a ensalada de ajo.
Ella solo dijo entre dientes nunca vuelvas a decirle adiós a nadie ¿me oyes? nunca jamás.
Lo malo es que no puedo evitar decir adiós.
Después de esto todo fue bien y yo creí que a lo mejor se habían olvidado pero Libby seguía sin querer comprarme el bikini nuevo.
Un día en la escuela supe que tenía que despedirme de Kimberley y Charlene y Brett y de Susie.
Bueno pues entrecrucé las manos delante de mí y les fui diciendo adiós lenta y cuidadosamente uno por uno.
La señorita Jones dijo por Dios Karen por qué tanta solemnidad querida y yo le contesté bueno verá es que se van a morir.
Ella dijo Karen eres una niña cruel y malvada no debes decir cosas así mira cómo has hecho llorar a la pobre Susie y ella dijo Susie querida entra en el coche pronto estarás en casa y te encontrarás perfectamente.
Así que Susie se secó las lágrimas y corrió detrás de Kimberley y Charlene y Brett y se subió al coche justo al lado de la mamá de Charlene porque esa semana le tocaba a ella traer y llevar los niños a la escuela. Y esa fue la última vez que les vimos porque el coche patinó y se salió de la carretera de la montaña y cayó dando vueltas por toda la pendiente basta el fondo del valle y se incendió.
Al día siguiente no hubo escuela porque fueron los funerales y cantamos canciones y echamos flores en las tumbas.
Nadie quería ponerse a mi lado.
Cuando acabó la señorita Jones se acercó a ver a Libby y yo dije buenas noches y ella me respondió pero rehuyendo la mirada y ella respiraba como ansiosa cuando Libby me mandó que me fuera a jugar.
Bueno cuando la señorita Jones se fue Libby me llamó para que volviera y me dijo no te dije que nunca jamás volvieras a decir adiós a nadie.
Ella me agarró con fuerza y parecía como si los ojos le ardiesen y me retorció el brazo y me dolía y yo grité no por favor no pero ella siguió retorciendo y retorciendo así que dije si no me sueltas le diré adiós a Max.
Fue lo único que se me ocurrió para hacer que parase.
Ella dejó de retorcerme el brazo pero seguía agarrándomelo y dijo Dios mío quieres decir que puedes hacer que pase que puedes hacerlos morir.
Bueno claro que no puedo pero yo no iba a decírselo a ella así que por si pensaba volver a hacerme daño yo dije sí que puedo.
Ella me soltó y caí de espaldas con fuerza y ella me dijo estás bien te he hecho daño Karen querida y yo dije sí y más vale que no vuelvas a hacerlo y ella dijo que yo sólo estaba bromeando y que no lo decía en serio.
Así que entonces supe que ella me tenía miedo y yo dije que quería un bikini para llevar en la playa uno amarillo porque el amarillo es mi color favorito.
Ella dijo bueno querida ya sabes que hemos de tener cuidado con los gastos y yo dije quieres que me despida de Max o no.
Ella se dejó caer contra la pared y cerró los ojos y se quedó quieta del todo durante un rato y yo dije qué haces y ella contestó pensando.
Entonces de repente abrió los ojos y me sonrió y dijo oye sabes que mañana vamos a ir a comer a la playa y yo dije quieres decir que me vas a comprar un bikini y ella dijo sí tu bikini y todo lo que quieras. Así que ayer por la tarde compramos el bikini y hoy a primera hora Lib fue a la cocina y preparó para la comida el pollo frito y la macedonia de naranja y la tarta de chocolate y las rosquillas especiales que hace para acompañarla y dijo Karen estás segura de que todo está de tu gusto y yo dije claro todo tiene un aspecto magnífico y ahora que tengo mi bikini nuevo no voy a tener miedo de las olas y Libby se rió y puso la cesta de la comida en el coche ella tiene unos brazos morenos muy fuertes y dijo no, me parece que no.
Entonces subí a mi cuarto y me puse el bikini que me venía perfectamente y fui a mirarme en el espejo y miré y miré y después entrecrucé los dedos delante de mí y me sentí rara y dije despacio y claro adiós Karen adiós Karen adiós adiós.
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